Cuando se habla en Cuba de desastres marítimos vienen enseguida a la mente los nombres del Valbanera y del Morro Castle. Luego, en un alarde de memoria, no es raro que se mencione la tragedia del crucero español Sánchez Barcaíztegui, embestido por el vapor Mortera, en la noche del 18 de septiembre de 1895, a pocos metros del castillo del Morro. Los tres sucesos dejaron un número cuantioso de víctimas. El Valbanera, buque de bandera española, se hundió con 488 personas a bordo, de las cuales ninguna logró sobrevivir. El siniestro del Morro Castle dejó un saldo de 134 fallecidos, algunos de ellos carbonizados por el incendio que consumió el barco, y otros, que quisieron eludir las llamas, ahogados en las aguas heladas del Atlántico. A consecuencia del accidente del Sánchez Barcaíztegui murieron 31 marineros, casi todos comidos por los tiburones, entonces numerosos en la bahía, mientras que decenas de personas que a esa hora paseaban o gozaban del fresco de la noche en los alrededores del castillo de la Punta, escuchaban sus gritos de terror sin poder ayudarlos.
Sobre la tragedia del Valbanera se ha hablado mucho. Pasó al imaginario popular. Llegó ese barco a la entrada del puerto de La Habana el 9 de septiembre de 1919 cuando un ciclón, el llamado ciclón del Valbanera, luego de barrer la costa norte de la Isla provocaba un ras de mar a la altura de la capital. Frente al castillo del Morro, su sirena desesperada llamó pidiendo práctico e hizo insistentes señales en Morse con una lámpara. Desde la Capitanía le contestaron, de la misma forma, que, dadas las condiciones del tiempo, era imposible ayudarlo. El capitán del barco respondió entonces que capearía el temporal mar afuera y las luces de la nave se perdieron entre la lluvia y las olas enfurecidas. Nunca más volvió a tenerse noticia del Valbanera.
Sobre el Morro Castle, el Trío Matamoros, el inmortal Trío Matamoros, dejó una canción que es una verídica y patética crónica del suceso. Hubo un presagio de la tragedia. El capitán del buque murió de un ataque al corazón mientras se celebraba la fiesta con que la compañía naviera agasajaba a los pasajeros en su última noche en el barco. Se le consideraba una embarcación segura, pues estaba dotada de un sistema de detección de humo y de un servicio de extinción de incendios, que no funcionaron cuando debieron hacerlo. Luego el oficial que quedó al frente de la nave por la muerte del capitán, no tomó, se dice, las decisiones correctas y, sin proponérselo, aceleró la propagación del incendio y el Morro Castle quedó convertido en una antorcha flotante.
Por cierto, una célebre escritora cubana, Renée Méndez Capote, la cubanita que nació con el siglo, era una de las pasajeras del Morro Castle en su viaje final. Transcurría el Gobierno de los cien días y el presidente Grau San Martín le había confiado el consulado de París. Antes, pasaría unos días en Nueva York. Renée, que era gorda, quedó atrapada por las llamas en su camarote y la tripulación logró sacarla por la escotilla. Uno de los camareros, el estadounidense Carol Prior, le cedió su salvavidas y, de pronto, sin saber cómo, se vio metida, con otras 35 personas en un bote de salvamento, donde pasó cuatro horas de angustia antes de arribar a la costa de New Jersey. Ya en Nueva York, uno de los periodistas que acudió a entrevistarla, le preguntó si era comunista. Renée habló entonces de sus simpatías por la izquierda y ahí mismo la opinión pública empezó a tacharla de incendiaria. Aquel incendio es, decía la Méndez Capote, el peor recuerdo de mi vida.
¿Fue un rayo que cayó cerca de los depósitos de combustible lo que desató el incendio? Debieron transcurrir 25 años para que se supiera que hubo una mano asesina y fue un siniestro intencional.
Pero como en su momento dijo la canción del Trío Matamoros:
Quién fue la mano incendiaria sabe Dios quiénes serán
mas los pobres que cayeron, aquellos se fueron y no volverán.
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Hace 6 meses
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