Algunos historiadores se han referido a las lógicas discrepancias de ideas entre José Julián y su padre, nacido en Valencia, España, el 31 de octubre de 1815 y llegado a Cuba para trabajar en pos de la corona. También hablan de ciertos tratos ásperos de Mariano a su hijo.
Sin embargo, la verdad es que el amor filial entre dos personas de su sangre jamás desapareció. Prueba de esto es que Mariano, al visitar al joven Martí (casi niño) en la cárcel, se arrodilló a sus pies y lloró asido a su pierna herida por los grilletes.
En carta dirigida a Amelia el Apóstol resume el afecto hacia el progenitor querido: «Tú no sabes, Amelia mía, toda la veneración y respeto tiernísimo que merece nuestro padre. Allí donde lo ves, lleno de vejeces y caprichos, es un hombre de una virtud extraordinaria.
«Ahora que vivo, ahora sé todo el valor de su energía y todos los raros y excelsos méritos de su naturaleza pura y franca. Piensa en lo que te digo. No se paren en detalles, hechos para ojos pequeños.. Ese anciano es una magnífica figura. Endúlcenle la vida. Sonrían de sus vejeces. Él nunca ha sido viejo para amar».
Y cuando Mariano dejó de respirar, en 1887, el hijo se lamentó de modo superlativo por el fallecimiento «antes de que yo pudiera pregonar la hermosura silenciosa de su carácter, y darle pruebas públicas y grandes de mi veneración y mi cariño».
Respecto a sus relaciones con Doña Leonor es fácil adivinar cuánto debe haber sufrido por hacerla padecer tan temprano. Esta mujer, nacida en Santa Cruz de Tenerife (Islas Canarias) el 17 de diciembre de 1828, le reprochó con reiteración a su «niño» la lejanía y el supuesto silencio. En unas 20 cartas de ella a Pepe —como lo llamaba— hay numerosos regaños, aunque algunos son tiernos.
«Hace días que quiero decirte algo de lo mucho que en mi alma rebosa y me ahoga; pero con la esperanza cada día de recibir carta tuya, lo dejo para el siguiente. Vana esperanza, vapores llegan a esta todos los días, y para mí no traen nada (...) Dios te perdone hijo todo el mal que me haces, y por ti le pido a todas horas», le confiesa en 1880.
Y en otra epístola, de 1882, señalará: «Dentro de tres días cumplirás 29, me resigno, pero no me conformo a que a esa edad con tantos elementos de vida sufras tantas angustias, y que mis muchas reflexiones nada hayan podido en tu destino, pero valor, y adelante, que con salud y buena voluntad mucho se vence».
Pese a esas recriminaciones dolorosas, Martí sigue viendo en Doña Leonor a su estrella preciosa. En 1878 le contaría a su amigo Manuel Mercado: «Mi madre tiene grandezas y se las estimo, y la amo —Ud. lo sabe— hondamente, pero no me perdona mi salvaje independencia, mi brusca inflexibilidad, ni mis opiniones sobre Cuba. Lo que tengo de mejor es lo que es juzgado por lo más malo. Me aflige, pero no tuerce mi camino».
Diez años después el Hombre de La Edad de Oro no escondería su felicidad porque su madre pasó con él dos meses en Estados Unidos, algo que le hizo brotar «la salud repentina que todos me notan» y «sentir menos frío en las manos», como narró a Mercado.
Fue ella, por supuesto, la que más se agobió por el holocausto de Dos Ríos. Luego quedó al cuidado de Amelia y murió en total pobreza el 19 de junio de 1907. Ya anciana se vio obligada a trabajar para ayudar a la deteriorada economía de su vivienda. Pocos la auxiliaron en aquella llamada República.